Aunque no existe una definición específica para el concepto de ansiedad, podemos definirla como una reacción ante una circunstancia en la cual creemos que corremos peligro o estamos amenazados en cierta forma. Puede que pensemos que nuestra seguridad física está en peligro, o que nuestro éxito en el trabajo se ve amenazado, o puede que nuestro nivel de estima personal se encuentre debilitado, o que estemos preocupados por lo que pueda acontecerle a una persona amada.
La ansiedad en su justa medida
Podemos considerar que la ansiedad es el gran enemigo del hombre moderno y esto debemos admitir que es parcialmente cierto. La ansiedad es como el dolor, preferimos no tener que experimentarlo, pero como este, sirve para prevenirnos de situaciones peligrosas. Cierta cantidad moderada de ansiedad nos motiva a planear para el futuro y también a mejorar nuestra capacidad para enfrentar situaciones de tensión cuando estas ocurren. Por ejemplo, una persona en estado de temor incrementa en gran medida su fortaleza física, otras personas son más efectivas en sus actividades cuando funcionan bajo cierto grado de tensión. La ansiedad resulta problemática solamente cuando se vuelve excesiva y debemos aprender a manejarla de la forma más efectiva posible.
La ansiedad es como la sal y la pimienta, sirve de forma moderada, pero de lo contrario el sabor de la comida no es muy agradable. Una vida sin emociones, incluyendo la ansiedad, sería bastante monótona, sin embargo las experiencias emocionales intensas suelen debilitar a la persona.
A veces podemos administrarnos pequeñas dosis de ansiedad para sentirnos exaltados, porque necesitamos cierto estímulo en nuestra vida. Un ejemplo de esto lo vemos al pasar por la experiencia de montar los aparatos de un parque de diversiones o cuando practicamos un deporte excitante. También lo notamos cuando la persona se aventura a correr algún riesgo o a aceptar algún desafío en la vida. Por lo general siempre que aceptamos, ya sea por diversión o por superación, el correr algún riesgo. Tratamos de que dicha situación esté dentro de nuestra capacidad de control pues de lo contrario serían desagradables y destructivas las consecuencias que experimentaríamos.
La ansiedad excesiva nos derrota y crea inhibiciones. Todos hemos experimentado la sensación de sentirnos paralizados por el miedo al tener que hablar ante un grupo de personas o realizar una actividad ante los ojos espectadores de los demás. En este caso nos hemos paralizado, nos hemos creado inhibiciones. Debido a que la ansiedad constituye una realidad inevitable en nuestras vidas, tenemos que hacer algo más que simplemente aprender a vivir con ella. Tenemos que aprender a transformarla en energía positiva que trabaje a favor nuestro en lugar de en nuestra contra.
Las reacciones preconcebidas
En análisis psicológico se necesita primero que todo comprensión y luego diseñar un plan de trabajo, nos trazamos metas para llevarlas a cabo y alcanzar nuestra meta.
La mayor parte de la ansiedad que la gente experimenta se debe a lo que los sicólogos llaman reacciones preconcebidas o precondicionadas. Dicho en términos más simples, esto quiere decir que aquellas cosas que nos suceden de forma simultánea las asociamos mutuamente de manera tal que reaccionamos siempre de la misma manera ante circunstancias similares.
Asociamos dos acontecimientos: si el acontecimiento X nos produjo temor, pánico, nerviosismo, inquietud, ansiedad; entonces cada vez que el acontecimiento X sucede volvemos a reaccionar de la misma manera. Por lo tanto si reaccionamos con miedo o con ansiedad ante la presencia de cierto estímulo externo, cada vez que esta situación se presente reaccionaremos de la misma forma. Lo interesante de esto es que aunque en realidad no exista ningún peligro, si vuelve a acontecer el mismo estímulo X, volveremos a reaccionar de la misma manera, porque ya esto se ha acondicionado en nosotros.
Por ejemplo una persona que durante la infancia haya tenido algún tipo de experiencia negativa con figuras de autoridad tales como un policía, el director de un colegio o alguien al que consideraba digno de respeto, tal vez ahora de adulto se sienta ansioso si va conduciendo y ve que se acerca algún policía. De hecho ante cualquier figura de autoridad que le confronte directamente va a experimentar ansiedad. Entre los síntomas inmediatos que la persona experimentará están la tensión muscular, sudores fríos, dolor de estómago, ganas de ir al baño, tartamudeo, el corazón latiendo con rapidez, etc.
Todo es debido a reacciones precondicionadas que tienen su origen en el pasado, casi siempre durante la infancia. Muchas de nuestras emociones son producto de preacondicionamientos. Es por eso que el razonamiento lógico no puede formar parte del tratamiento, pues la persona tal vez se da cuenta de que no es para tanto lo sucedido, pero a pesar de todo no logra controlarse. Si usted le explica a esta persona desde el punto de vista lógico lo que está sucediendo, ella va a estar plenamente de acuerdo con usted. Si ha experimentado un estado de ansiedad ante cualquier situación específica, sabrá que tengo razón en este punto.
A pesar de que la lógica le dice que no hay de qué temer, que es una sobre-reacción, sin embargo usted no tiene la capacidad de controlar la situación. Necesitamos comprender que el individuo bajo un estado de ansiedad no está reaccionando ante la situación específica, sino que su conducta es producto de una programación anterior. Esta es la razón por la cual la persona que se dice a sí misma: voy a poner de mi parte, la próxima vez que esto suceda me voy a controlar, se da cuenta de que muy a pesar de sus buenas intenciones, no puede hacerle frente a las cosas como planeó. Una vez más la ansiedad le ganó.
¿Si esto es así, qué podemos hacer? ¿Estaremos atrapados en nuestra programación pasada siendo víctimas de la ansiedad? Afortunadamente, podemos sobreponernos a estas situaciones y superar los acondicionamientos que son los causantes de la ansiedad.
jueves, 31 de diciembre de 2009
martes, 22 de diciembre de 2009
Memoria y aprendizaje, claves para percibir la realidad
Entrada extraida del blog de Eduardo Punset:
¿Cómo nos las arreglamos para andar por el mundo? ¿Qué instrumentos utilizamos para aclararnos en un entorno cambiante? ¿Somos conscientes de los recursos de los que disponemos? No me digan, de entrada, que la solución más cómoda es no cambiar de opinión y atenerse siempre al pensamiento heredado o adquirido. Cuando todo cambia, la manera más fácil de ser infeliz es no cambiar nunca de manera de ser o pensar. Esta obviedad la damos por asumida.
En otras ocasiones hemos apuntado al hecho de que todo comienza con una percepción del mundo exterior inexacta, que luego intentamos completar con la ayuda de la memoria y de nuestra capacidad de aprendizaje. La percepción incierta está sustentada por fenómenos físicos de los que sabemos poco: la fuerza de la gravedad, ondas electromagnéticas u ondas del sonido responsables de la velocidad a que nos movemos, el color de una puesta de Sol o el eco de un alarido.
Tras ello, viene en nuestra ayuda la memoria. Inestimable. Nos permite almacenar instantes o procesos de nuestra vida que nos sirven de precedente para no equivocarnos demasiadas veces después. A medida que avanzamos en edad, el archivo en el cerebro de lo ocurrido se enriquece de tal manera que es muy difícil no ser más feliz que en periodos anteriores. Los músculos de un septuagenario no estarán a la altura de los de un adolescente, pero la disponibilidad de recuerdos útiles es incomparablemente mayor en el caso del primero.
Ahora bien, que nadie se lleve a engaño. La memoria está bien pertrechada para darnos una idea general de lo que ocurrió y hasta de lo que puede volver a suceder; pero es tremendamente imprecisa. No sirve para el detalle, y los detalles pueden ser imprescindibles para sobrevivir en determinados momentos. Les invito a repetir conmigo el experimento que me hizo el profesor Schachter en la Universidad de Harvard (EE.UU.).
No intenten memorizar, sino simplemente familiarizarse con los siguientes quince vocablos: “caramelo”, “azúcar”, “ácido”, “amargo”, “sabor”, “bueno”, “diente”, “agradable”, “miel”, “refresco”, “chocolate”, “duro”, “pastel”, “comer”, “tarta”.
Les voy a soltar ahora una palabra y, sin mirar al listado, van a intentar contestarme si estaba o no mencionada. Contesten, por favor, sí o no. Por ejemplo: “perro”. Casi todos mis lectores habrán contestado, acertadamente, ¡no! “Perro” no figuraba en el listado. Sigamos con el experimento. Les voy a soltar la palabra “dulce”. ¿Estaba o no estaba en el listado? Una buena parte de los lectores de esta columna habrá contestado –equivocadamente esta vez– que la palabra “dulce” estaba en la lista. Falso.
No es muy conveniente, pues, fiarse de la memoria para los detalles. Nos queda –para percibir el mundo exterior o interior– nuestra capacidad de aprendizaje. No es que sea mágica, pero en los últimos años hemos aprendido cosas importantísimas a este respecto; por ejemplo, la importancia de que el aprendizaje de los humanos recién nacidos dure ocho años; entrenamiento para aprender y para imaginar. A un polluelo le bastan dos días, pero un pollito adulto no es muy inteligente. Los cuervos tardan muchísimo más y por eso son las aves más inteligentes. Nosotros tardamos ocho años y nadie nos puede ganar de mayores.
Hemos descubierto también lo que llaman “plasticidad cerebral”; es decir, la posibilidad de que nuestra experiencia personal e individualizada modifique nuestras estructuras cerebrales. Equivale a constatar que podemos aprender durante toda la vida. Podremos enseñar a gestionar, a la vez, la diversidad que genera un mundo globalizado y el denominador común de nuestras emociones básicas y universales.
Imágenes de juegos de memoria recogidas por la comunidad Flickr.
¿Cómo nos las arreglamos para andar por el mundo? ¿Qué instrumentos utilizamos para aclararnos en un entorno cambiante? ¿Somos conscientes de los recursos de los que disponemos? No me digan, de entrada, que la solución más cómoda es no cambiar de opinión y atenerse siempre al pensamiento heredado o adquirido. Cuando todo cambia, la manera más fácil de ser infeliz es no cambiar nunca de manera de ser o pensar. Esta obviedad la damos por asumida.
En otras ocasiones hemos apuntado al hecho de que todo comienza con una percepción del mundo exterior inexacta, que luego intentamos completar con la ayuda de la memoria y de nuestra capacidad de aprendizaje. La percepción incierta está sustentada por fenómenos físicos de los que sabemos poco: la fuerza de la gravedad, ondas electromagnéticas u ondas del sonido responsables de la velocidad a que nos movemos, el color de una puesta de Sol o el eco de un alarido.
Tras ello, viene en nuestra ayuda la memoria. Inestimable. Nos permite almacenar instantes o procesos de nuestra vida que nos sirven de precedente para no equivocarnos demasiadas veces después. A medida que avanzamos en edad, el archivo en el cerebro de lo ocurrido se enriquece de tal manera que es muy difícil no ser más feliz que en periodos anteriores. Los músculos de un septuagenario no estarán a la altura de los de un adolescente, pero la disponibilidad de recuerdos útiles es incomparablemente mayor en el caso del primero.
Ahora bien, que nadie se lleve a engaño. La memoria está bien pertrechada para darnos una idea general de lo que ocurrió y hasta de lo que puede volver a suceder; pero es tremendamente imprecisa. No sirve para el detalle, y los detalles pueden ser imprescindibles para sobrevivir en determinados momentos. Les invito a repetir conmigo el experimento que me hizo el profesor Schachter en la Universidad de Harvard (EE.UU.).
No intenten memorizar, sino simplemente familiarizarse con los siguientes quince vocablos: “caramelo”, “azúcar”, “ácido”, “amargo”, “sabor”, “bueno”, “diente”, “agradable”, “miel”, “refresco”, “chocolate”, “duro”, “pastel”, “comer”, “tarta”.
Les voy a soltar ahora una palabra y, sin mirar al listado, van a intentar contestarme si estaba o no mencionada. Contesten, por favor, sí o no. Por ejemplo: “perro”. Casi todos mis lectores habrán contestado, acertadamente, ¡no! “Perro” no figuraba en el listado. Sigamos con el experimento. Les voy a soltar la palabra “dulce”. ¿Estaba o no estaba en el listado? Una buena parte de los lectores de esta columna habrá contestado –equivocadamente esta vez– que la palabra “dulce” estaba en la lista. Falso.
No es muy conveniente, pues, fiarse de la memoria para los detalles. Nos queda –para percibir el mundo exterior o interior– nuestra capacidad de aprendizaje. No es que sea mágica, pero en los últimos años hemos aprendido cosas importantísimas a este respecto; por ejemplo, la importancia de que el aprendizaje de los humanos recién nacidos dure ocho años; entrenamiento para aprender y para imaginar. A un polluelo le bastan dos días, pero un pollito adulto no es muy inteligente. Los cuervos tardan muchísimo más y por eso son las aves más inteligentes. Nosotros tardamos ocho años y nadie nos puede ganar de mayores.
Hemos descubierto también lo que llaman “plasticidad cerebral”; es decir, la posibilidad de que nuestra experiencia personal e individualizada modifique nuestras estructuras cerebrales. Equivale a constatar que podemos aprender durante toda la vida. Podremos enseñar a gestionar, a la vez, la diversidad que genera un mundo globalizado y el denominador común de nuestras emociones básicas y universales.
Imágenes de juegos de memoria recogidas por la comunidad Flickr.
martes, 8 de diciembre de 2009
el suicidio se puede evitar
El suicidio es la segunda causa de muerte en el mundo entre los 15 y los 30 años. El suicidio se puede prevenir, pero antes hemos de aprender sobre él, hablarlo y eliminar el estigma social que existe alrededor de los suicidas y sus familiares. Eduardo Punset descubre en esta emisión, de la mano de Thomas Joiner, psicólogo que vivió el suicidio de su padre, las características del comportamiento autodestructivo y las acciones para reducir su efecto en la sociedad.
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